1.8.09

Edipo habitué

Se dice por ahí que, antiguamente, para ser considerado un tanguero de ley y darse dique de malevo había que cumplir determinados requisitos para, digamos, dar con el perfil y obtener el certificado.

Pero de don Sigmund para acá, los tangueros niú eish han ido dejando caer en desuso algunos de esos tópicos ("tips" se dice ahora). Mencionaremos aquí dos de ellos, quizás los más sobresalientes: la traición de la pérfida minusa, con la consecuente retahíla de lamentos de todos los colores, y la eterna veneración por la “viejita”, la santa madrecita a la que hace sufrir, que lo visita en la cana, lo espera con el mate y le lava los despechados calzones.

Hoy por hoy casi nadie, tanguero o no, se preocupa gran cosa por estos temas, y cualquier pelafustán hace alharaca en cualquier mesa de café de tenerlos “resueltos”, quien más, quien menos, diván mediante: los taitas modernos ya no sufren cuando los abandonan, y, saludablemente, prefieren evitar el incómodo y traumático procedimiento de andar pegando cuchillazos de rencor, sea a la naifa, sea al coso, para lavar el honor, que bien puede quedar un poco sucio que ya nadie se atormenta o escandaliza.

Y en cuanto a la omnipresente “vieja”, el complejo de Edipo es cosa del pasado. A la vieja se le cantan en su momento cuatro frescas, después se hacen las paces para que se ocupe de los nietos, y cada uno por su lado, feliz de la vida, con un trauma menos y sin molestosas montañas de culpa. En fin…

Todo este conjunto de descabelladas reflexiones viene a cuento porque hoy, 1º de agosto, es el Día de la Madre. Y los Habitués, aunque personajes de avería como son, y pese al lavado espíritu de los tiempos, sufren cuando los abandonan y aman a sus madres. Y, especialmente, a su Madre. Porque digamos que hoy toman prestado y hacen suyo un festejo del que ni se habla en el Puerto, tan europeo él, pero que se festeja en toda la América original, y es, a nuestro humilde entender, una de las cosas más sabias, por sencilla, por profunda, de las que vamos escuchando por ahí.

Hoy es el día de la Pacha, la Pachamama, nuestra madre tierra, la que siempre da, que es la madre y es la casa, y a la que hay que cuidar y respetar, para cuidarnos y respetarnos a nosotros mismos, manga de forros los humanos, desamorados y desagradecidos, egoístas y necios, mal bichos, que por culpa de los pocos embrutecidos comerciantes de cuarta que vienen a resultar ser los dueños del mundo, nos cagamos en todo lo que respira y crece, alumbra y alimenta.

Los Habitués en sus ratos melancólicos se desvelan pensando en una piedrita desnuda, girando vacía en el espacio, sin árboles, sin agua, sin gente. Y sienten que no hay derecho, que es injusto, criminal, hacerle eso a la vida, a cualquier vida, madre vida, y a los hermanos de la vida. Porque como hijos todos de la misma madre, ¿no resulta entonces que somos todos hermanos?, que no es poca cosa, y el mundo sería otro bastante más lindo si honráramos el lazo. Y la vieja estaría, además, por fin, orgullosa de nosotros.

Por todas estas cosas y muchas otras los Habitués hoy buscamos algún patio de tierra y hacemos nuestra cariñosa ofrenda a la Pachamama: abrimos un vino, y el primer chorrito es para ella, pa’ que brinde con nosotros, mientras prometemos cuidarla.

Y de ahí, para despuntar el vicio, a zapatear como desaforados al compás de una chacarera…


¡Feliz día, Pacha! ¡Salute, y gracias! ¡Y que cumplas muuuuuuuuuuuuchos millones de años más!

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