16.1.10

crónicas de la pelota

No sólo cantan tangos los muchachos. El martes pasado los Habitués retomaron uno de sus más apasionantes actividades: morfarse una pizza y tomarse una birra. Antes, hay que decirlo, se habían jugado un partido de fúbol.

Fue, dicen, se cuenta, una gesta casi épica en una noche para alquilar balcones. Un reencuentro con el balón, y el deporte en general, que a más de uno le hizo soltar un lagrimón. La cancha y la farola lloraban de la emoción ante el noble y aguerrido desempeño futbolero de estos pibes, de estos cantores, barriletes cósmicos, gracias Momo por tanto talento... En fin, una fiesta del fútbol que le gusta a la gente. La finta elegante, la ambiciosa gambeta, el mal visto pero potente puntín, el pase generoso, el gol al paso y la jugada inteligente, el caño, la tijera y el taquito.

El apasionante match finalizó, como no podía ser de otra manera, con un rotundo y anque elegante triunfo del equipo habitué. Los otros, los que hubieron de sufrir la amarga derrota, también eran habitués, claro. Razón por la cual los Habitués no sabemos si festejar el triunfo y la mojada de oreja o llorar copiosamente el mal desempeño. Por lo pronto, exhaustos pero con la satisfacción del deber cumplido, los equipos en este momento esperan la revancha concentrados, estudiando sesudas estrategias, practicando formaciones, ahí en el bar de siempre.


Tiempos pretéritos. Glorias pasadas. Ha de confesarse aquí y en esta ocasión que los Habitués iniciaron su carrera artística en realidad como team de football. De la mano de su capitán, Carlitos Norton, fino jugador de pie pequeño, sutil (las ojotas que calzaba para jugar fueron leyenda en Almagro), supieron ser pioneros del balonpié por aquellos años en los que correr atrás de una pelota para acariciarla a patadones era todavía una novedad. Infinidad de potreros los vieron dejar el corazón, algún desgarro, y un gol perfecto.

Como ocurre con todas las actividades nobles y generosas, los muchachos en la cancha cimentaron su amistad para siempre. El fúbol, y creo que alguien lo dijo mejor que yo, enseña, templa, y devela. Y la cercanía del corazón en el esfuerzo, el coraje compartido y la confianza se dan en la cancha casi como en ningún otro lado. Desde aquellos años intensos es que los Habitués andan juntos. Con el tiempo, el interés de los muchachos fue derivando hacia otras disciplinas menos cansadoras, y se hicieron cantores.

En la foto, en una de sus últimas formaciones, participando de algún campeonato barrial. La camiseta, a la que supieron cubrir de gloria entre triunfos y derrotas, es la del famoso Club Social y Deportivo "Las patas en la fuente" del que ya hemos hablado. Algún campeonato ganado a fuerza de experiencia les dio algún modesto renombre en algunos barrios, más sobre todo porque en los entretiempos se cantaban a coro algunos tangos a pedido de la popular. Su otro toque distintivo era el de gritar los goles a cuatro voces en Do mayor. Un essspetáculo, mire.

Los muchachos en aquellos años completaban la formación con un jugador de fuste, el Negro, Beto o Bobby según el barrio, entrañable amigo ahí de la calle Kingston. Jugador habilidoso y elegante, suave, cadencioso, y que, a pesar de ser un fumador persistente, parecía que volaba sobre el césped del potrero. Su sello personal: solía tirar unos caños perfectos que dejaban con la boca abierta y los ojos chiquitos a la hinchada. Aguerrido y noble, ¡Guérap, estánap! era su muletilla (no sé en qué idioma, la verdá) cuando algún compañero desfallecía o fingía una lesión tirado en el piso para hacer tiempo.


Nuevas batallas esperan a los muchachos, que esperan cumplir con honor y con alegría, cualidades éstas que hace rato le vienen faltando a nuestro fóbal. No importa. Por debajo del circo mediático y los millones, los Habitués saben que en algún barrio del arrabal, en algún potrero perdido y lejos de las cámaras, hay un pibe que abrazado a la pelota antes de irse a apoliyar sueña con jugar un mundial.

Por él, ¡salú!

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